El mundo del vino, como tantos otros, parece moverse por ciclos. Hasta no hace demasiado (aún hoy para muchos), un buen vino era aquel denso, contundente, muy maduro y bien vestido de madera tostada; parkerizado dirían algunos. Las tendencias del vino llevaron a que bodegas y zonas muy dispares, que poco o nada habían tenido en común con este perfil de vinos, empezaran a virar el rumbo para contentar al crítico de Baltimore. Los vinos empezaron a parecerse demasiado entre sí, a rezumar aromas de mermeladas y maderas fuera cual fuera su origen, sin que esto pareciera importar demasiado a nadie, es más, el estilo pareció encantar a un elevadísimo porcentaje de consumidores a lo largo y ancho del globo.
Hubo, sin embargo, un pequeño reducto de aficionados al vino que no tardó en llevarse las manos a la cabeza y reaccionar ante tal globalización vínica. La sobreextracción, la maderización y el exceso de madurez parecían no respetar el terruño; los vinos se asemejaban demasiado entre sí, independientemente de su lugar de procedencia, pues parecía que se había dado con la fórmula perfecta para hacer vino y dado su incuestionable éxito, pocos podían resistirse a subirse al carro. Poco a poco, las voces discordantes fueron sumando adeptos y algunos viticultores entendieron que aquellos vinos se estaban alejando de la naturaleza de la uva y de la tierra. Empezaron entonces a aparecer vinos de espíritu parcelario, vinos que pretendían reflejar un suelo y un clima.
Los nuevos vinos fueron huyendo hacia el otro extremo de la escala. Las sobreextracciones se convirtieron en infusiones, las maderas nuevas intensamente tostadas en barricas viejas o barro y las sobremaduraciones en vinos tersos. Se buscaba delicadeza en lugar de voluptuosidad, elegancia en lugar de opulencia. Los vinos se adelgazaron, se perfumaron y se refrescaron. Los aromas de la uva que los veteranos catadores aún conservaban en sus memorias volvieron a deleitarnos desde las copas, pero cuando todo parecía perfecto, algunos empezaron a darse cuenta de que quizás estaban cometiendo, nuevamente, el mismo error.
Las uvas vendimiadas, en ocasiones, antes de alcanzar la madurez perfecta en busca de la tan ansiada acidez, se tornaban vinos verticales, minerales dirían algunos. La acidez se extendió como una bandera de revolución por buena parte del viñedo, especialmente en la Europa más meridional, aquella que más sufrió la parkerización. Pero, inconscientemente, dicho proceso trajo o trae todavía, una nueva desnaturalización de los vinos. El Mediterráneo debe ofrecer vinos de cierta calidez, pues su clima así lo impone, y cuando la uva se vendimia antes de que la madurez sea perfecta, se gana frescor, pero se pierde carga frutal y, con ella, el carácter histórico de los vinos de clima templado. Del mismo modo que nadie espera encontrar madurez extrema ni volumen graso en la boca de un vino blanco seco del Mosel, tampoco parece demasiado lógico que España o el sur de Francia elaboren vinos de baja graduación y alta acidez.